Mil novecientos cuarenta y seis
- Los relatos de Verónica
- 20 ene 2024
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Actualizado: 23 ene 2024
El sol abrasador del mediodÃa de aquel verano, en mil novecientos cuarenta y seis, amenazaba con evaporizar cada grano de arena de la desolada ciudad de Viena, donde se posaba sin descanso. ParecÃa dispuesto a no darle un respiro a sus habitantes.
Adler se encontraba observando por la ventana de su habitación, subido a su cama hundida, sucia y rodeada de juguetes rotos esparcidos a su alrededor. A su izquierda, en una mesa agrietada y descolorida, tenÃa una pila de libros que habÃa estado ojeando pocos minutos antes.
Roth y Varick, sus mejores amigos, jugaban a esconderse entre los escombros, a tirarse pequeñas piedras cuando se encontraban y a explorar las ruinas de los edificios abandonados más cercanos.
Adler se morÃa por ir con ellos, pero su madre Jenell le habÃa prohibido salir a la calle, tras lo sucedido el dÃa anterior. Pese a ello, cuando vio que se marchaban a otro lugar para seguir explorando, las ganas de jugar lo apremiaron a desobedecer a su madre:
—    ¡Roth! ¡Varick! Me escabulliré y saldré en unos minutos a jugar, ¡esperadme! – dijo con entusiasmo, estirándose cuan largo era a través del marco de la ventana para que lo vieran.
Los niños se miraron, dubitativos y tensos. Cuchichearon algo entre ellos y lanzaron una mirada inquisitiva a Adler antes de salir corriendo en dirección opuesta.
—    Jo, ¿se han enfadado? No lo entiendo. La culpa fue de Johann, no mÃa – acabó la frase en un tono acusador, como si con ello intentara reprenderles, pese a que no le escuchaban.
Quien sà lo escuchó fue su madre, que habÃa alertado a Adler con su presencia tras dar unos toques en la puerta. Llevaba en la mano un vaso lleno de la infusión de hierbas que le solÃa preparar y que tanto le gustaba.
—    Hijo, te he dicho que no vuelvas a hablar con ellos y mucho menos a acercarte – le dijo su madre mientras caminaba hasta la mesita y posaba el vaso sobre ella.
—    Yo sólo quiero jugar – le dijo en un tono de profunda tristeza, tras un intenso suspiro, en un intento de que su madre se apiadara de él.
—    Ayer casi matas a Johann. ¿Por qué volviste a por el cuchillo de la cocina?
Tras decir esto, Jenell se acercó a su hijo, posando sus ojos marcados por unas profundas ojeras y repletos de una enorme tristeza sobre los de su hijo. En el último año las arrugas que surcaban su rostro habÃan incrementado a una velocidad pasmosa. ParecÃa haber envejecido una década en apenas unos meses. Se arrodilló frente a él y acarició su rostro con la palma de su mano.
—    Por favor, no vuelvas a salir. Tu padre no volvió de la guerra y yo… yo… no puedo más, Derek, no puedo más.
—    Me llamo Adler, mamá. Sólo quiero salir a jugar. Ayer Johann no querÃa dejarme su soldado de juguete. Fue Alphonse, cuando me siento triste o enfadado, intenta… fue él quien volvió a por el cuchillo.
—    ¡Te llamas Derek, no Adler o Alphonse! ¡Tienes dieciocho años y esos niños once! ¿Entiendes que no está bien lo que hiciste? Si esos niños le cuentan a alguien lo que pasó… No puedo protegerte eternamente.
—    Mamá… – Derek pestañeó y la vio por primera vez aquella tarde – Lo siento. – dudó y pareció recordar lo que estaba haciendo – Mira, estuve leyendo sobre la mente humana esta mañana… Lo siento, cada vez estoy menos tiempo aquÃ… Sé que no lo entiendes, pero… – se quedó inmóvil durante unos segundos, mirando al vacÃo.
—    ¿Derek?
—    Me llamo Adler, mamá.
Adler, confundido, no entendió por qué esta frase hizo que su madre rompiese a llorar desconsolada sobre su regazo. Él no supo cómo reaccionar, sólo alcanzó a posar sus enormes manos sobre los pequeños hombros de su madre.
—    Duerme un rato, Adler. Te prometo que más tarde te permitiré salir – tomó el vaso – bebe y te sentirás mucho mejor.
Adler se bebió el vaso de un trago. Le gustaba mucho su sabor, más amargo de lo normal en esta ocasión. Se tumbó emocionado ante la perspectiva de salir a jugar.
—    Le pediré perdón a Johann y volveremos a ser amigos. Mamá, se me ha ocurrido un juego nuevo ¿sabes? El otro dÃa… pensé… que… – el sueño le arrebató las fuerzas.
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Jenell se permitió acurrucar a su hijo unos últimos minutos, antes de que sus huesudas, encallecidas y arrugadas manos tomaran la almohada de Derek para posarla sobre el rostro de su hijo.
Entre sollozos y suplicando perdón, Jenell se inclinó sobre él y apretó con todas sus fuerzas. Sus lágrimas empaparon la almohada, que se mezclaron con el color gris del tejido desgastado.
© Verónica C. Ramón. Todos los derechos reservados.
